Informe elaborado por Doña Blanca Astráin Mendiburu Catedrática de Lengua Española y Literatura del I.E.S. P. M. Sagasta.
Ejerció como catedrático de Lengua y Literatura Castellana en nuestro Instituto los años 1949, 1950 y 1951.
Emilio Alarcos Llorach nace en Salamanca en 1922 e inicia sus estudios universitarios en Valladolid, donde su padre, Emilio Alarcos García, era catedrático. Los continúa, bajo el magisterio de Dámaso Alonso, en Madrid, por cuya universidad se doctoraría en Filología Románica en 1947, con una tesis que da lugar a sus Investigaciones sobre el Libro de Aleixandre (1948). Catedrático de instituto en Avilés desde 1944, su estancia como lector de español en Berna y Basilea (1946-1947) es decisiva para su formación como lingüista, pues le permite entrar en contacto directo con corrientes científicas que apenas habían tenido eco en España, y que él contribuiría de manera decisiva a difundir en su patria. Tras otro breve período como catedrático de instituto en Cabra (Córdoba) y Logroño, obtiene en 1950 la cátedra de Gramática Histórica de la Lengua Española en la Universidad de Oviedo, universidad y ciudad en las que ha enseñado y residido hasta su muerte: durante nada menos que -casi- medio siglo. De su fecunda labor en esa universidad dan testimonio sus numerosos discípulos, así como una revista que él levantó a pulso, Archivum, imprescindible en los estudios hispánicos. Electo para el sillón B de la Real Academia Española en 1972, su ingreso efectivo en la corporación se produjo un año más tarde. Era, en el momento de su fallecimiento, Presidente de la Asociación de Historia de la Lengua Española.
Es bien sabido que Emilio Alarcos contribuyó decisivamente a la introducción y difusión en España de las teorías lingüísticas de diversas escuelas del estructuralismo europeo: primero fue el Círculo Lingüístico de Praga con la Fonología española (1950); después, la Glosemática de Copenhague con una Gramática estructural (1951); y finalmente el funcionalismo martinetiano con sus imprescindibles Estudios de gramática funcional del español (1970). Interesante es, por ejemplo, la nueva terminología que Alarcos acuña para los constituyentes del verbo: implemento (objeto directo), complemento (objeto indirecto), aditamento (complemento circunstancial), etc. Nunca dogmático, Alarcos practicó un sabio eclecticismo, no entendido como mezcolanza de doctrinas, sino surgido de la convicción de que para triunfar en el abordaje a una realidad tan compleja como la de una lengua, merece la pena aprovechar todas las propuestas metodológicas que puedan abrir alguna brecha nueva en la tarea. La culminación de sus estudios gramaticales nos llegó hace unos años (1994) con una relativamente sucinta Gramática de la lengua española, obra que ha logrado una extraordinaria acogida entre el público en general y que ha permitido a los especialistas conocer la visión que el maestro tenía de ciertas parcelas de la gramática española que no habían sido abordadas previamente por él en estudios monográficos.
Paralelamente, y dando prueba una vez más de esa fecunda orientación bifronte de la mejor filología hecha en España, Emilio Alarcos iba dándonos algunos prodigiosos estudios de crítica literaria. Destacan entre ellos los dedicados a dos de los más grandes poetas españoles del siglo XX: La poesía de Blas de Otero (1966; primero como discurso universitario en Oviedo, 1955) y Ángel González, poeta (1969). Quien tantas cosas jugosas hubiera podido decir sobre algún aspecto de la lengua española, optó para ingresar en la Academia por un estudio de carácter literario, su anatomía de La lucha por la vida (1973; reeditado en 1982 junto con trabajos sobre García Pavón, Delibes y Martín Santos), que tanta nueva luz vino a arrojar sobre el presuntamente descuidado modo de novelar barojiano. Escribió, además, Ensayos y estudios literarios, (1976), El español, lengua milenaria, (1982), y varios trabajos de carácter dialectal, centrados preferentemente en el dominio asturiano o sobre la lengua catalana, que fue para él segunda lengua de su infancia por ser la de su madre.
Todas las semblanzas de Emilio Alarcos señalan su poderosa inteligencia teñida de suave socarronería, y ejercida desde un prudente escepticismo alérgico a cualquier forma de engolamiento, como rasgo esencial de su persona; no es tanto un fiscal contra la corrupción verbal como un abogado de las lenguas pobres. Cuando hace unos años, el entonces ministro Javier Solana se descolgó con aquello del “doceavo”, haciéndose valedor de virulentas rechiflas, Alarcos fue el primero en saltar al ruedo a echarle un capote. “Cuarto, quinto y octavo también son fraccionarios, y se usan como ordinales. Lo de doceavo no fue un disparate tan grande, después de todo” decía el filólogo. El “doceavo” de Solana -y, ya puestos, el “diecisieteavo” que solía soltar Eugenio d’Ors- se considera incorrecto porque otra norma artificial ha impuesto unos ordinales derivados del latín que nunca han sido de uso corriente. “Nadie dice espontáneamente que es su quincuagesimosexto cumpleaños. Ni el rey Alfonso duodécimo, ni el papa Juan vigesimotercero. La gente usa los números y ya está. Si acaso, lo de terminar en 'avo' es más fácil y natural que la norma impuesta”.
“A los niños”, dice el académico, “hay que darles ciertas píldoras gramaticales -que puedan distinguir más o menos entre un sustantivo, un adjetivo y un verbo-, pero no abrumarles con más complicaciones y análisis, porque no los entienden. Hasta los 14 años, nadie reflexiona sobre la lengua que habla, y enseñar la teoría gramatical es inútil. Ya lo decía Rafael Lapesa refiriéndose a los árboles sintácticos de la gramática generativa: Escobones, eso más que árboles parecen escobones”. Durante siglos, la gramática se ha estudiado sobre los textos escritos, y de ahí esa distancia entre las normas y los usos hablados. En vez de tanto análisis sintáctico, la escuela debería centrarse en la práctica de la lengua, opina el académico: leer, hablar y escribir bajo tutela y corrección. De la carencia de esa enseñanza práctica se deriva, según él, la general pobreza en el uso del lenguaje: la falta de claridad, la incapacidad para decir exactamente lo que uno quiere decir. “Hay problemas del lenguaje”, señala Alarcos, “que son producto del dogmatismo de los maestros tradicionales, que consideran que una construcción es incorrecta porque no se ajusta a como se decía en latín”. Un ejemplo es el consejo académico de usar “deber” para denotar obligación y “deber de” para suposición. “Es una norma acuñada artificialmente”, dice. “Si se leen los textos desde el Cantar del Mio Cid, se ve que a veces aparece el ‘de’ y otras no, sin una norma clara y precisa. En el habla actual espontánea, lo normal es no ponerlo nunca. Es la entonación lo que distingue los dos sentidos”. El ‘dequeísmo’ es también consecuencia de los intentos de corregir a los que no decían ‘de que’ cuando debían, y que acabaron metiéndolo por todas partes. El filólogo comenta que la gente inculta no cae en esos errores. “Es el que es leído, pero no lo suficiente, el que incurre en ellos al intentar expresarse bien: le parece que el ‘de’ llena más, que queda más largo y mejor”.
En realidad, según Alarcos, la norma académica es bastante laxa, aunque “desde luego hay algunos académicos muy rigurosos con sus manías”. El filólogo admite que es necesario dar algunas normas generales. “Lo que no hay que hacer es escandalizarse de sus transgresiones, que a lo mejor un día se difunden y dejan de ser tales. Hay que dejar una cierta libertad, y seguir el ejemplo de los escritores. Algunos escritores muestran usos aberrantes, pero, bueno, hay que dejarlos y no irritarse demasiado”. Aunque para él no caben las posiciones intransigentes, sí que hay usos que convendría atajar porque son disparates. “A veces es posible atajarlos porque son modas, y al cabo de unos años desaparecen de la misma manera misteriosa en la que se extendieron al principio”. El académico rompe una lanza por la denostada oratoria, “un entrenamiento que permitía a los políticos de principios de siglo aguantar mecha durante una hora sin un papel y sin incurrir en un solo anacoluto”.
En definitiva, debemos destacar la ejemplar actitud de sabia tolerancia que ha dado Alarcos en los últimos tiempos ante el recrudecimiento de actitudes excesivamente prescriptivistas, cuando no declaradamente puristas, en el enjuiciamiento de los hechos idiomáticos, del uso que la sociedad de hoy (un uso ni mejor ni peor que los de otras épocas, sencillamente distinto) hace de la lengua española. Equidistante del catastrofismo y de la irresponsabilidad inconsciente o ingenua, gustaba de repetir que las únicas lenguas que no cambian ni evolucionan son las lenguas muertas: “hay que dejar a las lenguas en paz”, terminaba diciendo Alarcos.